Por Nico Ordozgoiti, director creativo ejecutivo de Svalbard.
«Cualquier tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia». Esta frase de Arthur C. Clarke, autor de la mítica obra 2001: Una odisea del espacio, leída con los ojos de la actualidad parece estar escrita pensando en la inteligencia artificial. Una tecnología que avanza tan rápido que resulta difícil comprender, que cada día nos sorprende y hace algo que pensábamos que era imposible.
La foto de la inteligencia artificial sale siempre tan movida que parece cada vez más complicado formarse una opinión sobre sus beneficios. Pero hay algo que a veces olvidamos: la IA, aunque muchas veces lo parezca, no es magia; es tecnología. Una real y tangible que ya no corresponde al futuro y, como tal, trae sus cosas buenas y sus cosas malas.
Para entenderlo mejor, primero hay que recordar que “IA” es un término paraguas que abarca numerosas herramientas. Hoy en día, los modelos más comunes son los LLMs (Large Language Models), algoritmos entrenados con cantidades ingentes de datos cuya función es condensar y estructurar toda la información producida por la humanidad hasta hoy. En esencia, es un predictor de texto hipervitaminado que, gracias a la enormidad de textos con los que ha sido entrenado, es capaz de igualar -y a menudo superar- a muchas personas. Si lo pensamos, el cerebro humano no está tan lejos de ser eso mismo.
Pero los textos no es lo único que puede generar. Esta tecnología también tiene otras aplicaciones: concretamente, las inteligencias generativas de imagen funcionan igual, pero utilizan el píxel en lugar de la palabra. Midjourney, Sora o Suno nos muestran imágenes, vídeos o música que parecen surgir de la nada pero que, en realidad, son el producto de enormes bases de datos. Parece magia, pero es tecnología.
80-20, la incógnita humana
Es casi inevitable que la IA nos deslumbre. Al final, los textos y las imágenes son nuestra forma de expresión y producción más común, con permiso de quienes se dedican a arreglar cañerías o lijar cómodas (oficios que por el momento no dominan las inteligencias artificiales actuales, aunque los robots autónomos ya estén en camino).
Y si nos asomamos al futuro -uno que está tan solo a meses de distancia según algunos expertos- veremos la llegada de la IAG (Inteligencia Artificial General). Una IA capaz de superar a cualquier persona en cualquier tarea basada en texto o imagen, da igual que hablemos de escribir una novela o resolver una fórmula bioquímica (pasando por todo lo que queda entre medias).
¿Realmente estamos cerca de ese punto? La visión no es unánime. Existen voces críticas, como el investigador de psicología Gary Marcus, que opinan que, a pesar de que la tecnología que tenemos hoy es impresionante, aún están lejos de esta predicción por una razón: el problema del 80-20.
En otras palabras, a estos modelos les resulta relativamente fácil alcanzar un nivel del 80% de productividad y creatividad humana, pero casi imposible superar el último 20% que componen los aspectos más inherentes al ser humano: la creatividad, el pensamiento abstracto o el sentido común. Por eso seguimos viendo imágenes con siete dedos o respuestas inventadas con seguridad absoluta.
Y más allá de los límites técnicos hay un argumento aún más profundo: el de la naturaleza humana. Hay quienes piensan que ninguna inteligencia artificial será incapaz de replicar todo lo que hacemos porque un algoritmo, por sofisticado que sea, no tiene las peculiaridades de un cerebro orgánico y vivo que habita en un cuerpo de carne y hueso fruto de millones de años de evolución. Y eso importa más de lo que parece.
Cuidar el anhelo
Aquí es donde entra la diferencia fundamental: el anhelo. En 21gramos creemos que la IA puede ejecutar miles de acciones, pero no tiene una intención, un deseo o un propósito. No quiere cambiar las cosas para bien ni para mal. Solo actúa según lo que se le pide. Nosotros, sin embargo, nos dejamos mover por el impulso de cambiar las cosas, que es nada más y nada menos lo que guía a todo el ecosistema21g. No hacemos porque sí, sino porque deseamos un mundo mejor.
Ahora bien, para hablar del presente y futuro de la IA con claridad y poder manejarla como necesitamos es obligatorio mirar más allá y entender que su impacto llega mucho más lejos de lo social o lo creativo. No es magia, y como no lo es, consume energía y agua en grandes cantidades. Se calcula que, para 2027, consumirá 6.600 millones de litros cúbicos al año. Y aunque se está avanzando en su eficiencia energética, lo cierto es que la IA evoluciona mucho más rápido, lo que cada vez requiere más recursos.
Tampoco podemos obviar el impacto en el trabajo humano. Se dice que la IA democratiza porque permite escribir, dibujar y hacer música a cualquiera que no sepa hacerlo. Pero no es del todo cierto: cualquiera puede escribir, dibujar o hacer música por humilde que sea su origen. Solo tiene que hacer el esfuerzo de aprender. Ahí está el anhelo humano.
No hay magia, simplemente tecnología
Además, muchos de los modelos usan de forma no autorizada material protegido por la propiedad intelectual. Esto quizás sería justificable si esta tecnología fuera abierta y gratuita, pero no ocurre así: pensemos en OpenAi y Midjourney, que empezaron como entidades sin ánimo de lucro pero acabaron cambiando el modelo una vez absorbidos todos esos textos e imágenes bajo un pretexto académico.
Y es que, mal utilizada, la IA puede ser profundamente antidemocrática y hacer que el dinero que ganaban quienes escriben, dibujan o hacen música (o practican el derecho, el marketing o la neurocirugía) deje de ir a parar a sus manos y se canalice exclusivamente a los bolsillos de un puñado de milmillonarios en Silicon Valley.
Si esto llegase a pasar, sería un problema hasta para ellos porque la IA se nutre del conjunto de la creación humana. Y cuando no quedan humanos creando, se nutre de sí misma y genera lo que se conoce como slop, el producto de IAs entrenadas sobre imágenes creadas por otras IAs, con resultados nada apetecibles.
La elección no tiene por qué ser IA sí o IA no. De hecho, rehuir de la inteligencia artificial ya no es una opción. Ignorar o demonizar una tecnología es luchar contra las olas con una raqueta. Existe una tercera opción: aprovechar todo lo que nos aporta pero haciendo un uso consciente que tiene en cuenta su impacto y ramificaciones para aprovechar todo lo que tiene de positivo. Que es mucho.
La IA no es magia. Es una tecnología alucinante y a veces desconcertante. Y aunque no tenga ese anhelo, las personas sí lo tenemos. Apoyándonos en ella, podemos crear una inteligencia nueva: la suma de la Inteligencia Artificial y la Inteligencia Humana. Una Inteligencia Aumentada.
Ninguna tecnología es magia pero, en manos de personas, puede llegar a parecerlo.