Montoya

‘Ecofrien’: la telebasura se recicla

Por Cristina Suárez, Responsable de contenidos editoriales en 21gramos

No fue hace mucho —quizá tres o cuatro años— cuando me embarqué en ese apasionante viaje que es ver La Isla de las Tentaciones. El día que me puse a ello, animada por una amiga, solo pude pensar una cosa: «¿por qué no me he enganchado antes a esto?». 

Esa oportunidad de dejarse llevar durante dos horas por los líos amorosos, guionizados y dirigidos cuidadosamente por un equipo audiovisual que hace las delicias del espectador, convirtiéndonos en jueces de la fidelidad y el entretenimiento, me pareció una experiencia cuando menos interesante. Y es que creo que hay algo que hace inevitable engancharse al drama ajeno, quizá porque nos obliga a olvidar los problemas propios.

Algo parecido planteaba a finales de enero la periodista Ángeles Caballero sobre el programa, una de mis reflexiones favoritas acerca de lo que significa este fenómeno social. «El formato es una prueba que suspende de forma rotunda ante la mirada feminista y con un sobresaliente en entretenimiento, con la imagen y el enfrentamiento como estímulos», escribía en el artículo que daba voz a expertos de varias disciplinas —sociología y psicología, entre otras— para valorar todo lo que llega a significar este reality. 

«El debate popular transita sobre este tipo de temas [la toxicidad, lo heteronormativo, el vicio] porque la gente en la calle habla de lo que le resulta próximo, y Telecinco ha sabido hacer una cosa muy bien: forjar una vía de ascenso social a través de estos programas», afirmaba uno de ellos. Y es que a pesar de que el canal se había planteado una dirección editorial que recondujera la telebasura, con este reality ha hecho cumbre en el entretenimiento banal. Porque la televisión es un altavoz que impulsa aquello que tenemos normalizado, lo que nos hace sentir más cercanos porque nos genera una emoción. Una proyección de nuestras miserias —los celos, la frustración, la pasión, el egoísmo, el mito del amor romántico—. Porque estamos acostumbrados a hablar de ellas. 

Por eso, escuchar a un fenómeno viral como el sevillano Montoya —quien, como otros, se vino a la isla con su novia en un intento de salvar una relación ya de por sí contaminada— reprender a otro de los concursantes por ensuciar la playa gritándole «¡que somos ecofrien!» me parece una noticia sorprendentemente a celebrar. Significa, nada más y nada menos, que la sostenibilidad ha llegado al prime time como una evidencia de que ser responsables con nuestro entorno ya forma parte de la psique colectiva.

Aquí somos ‘ecofrien’

Para quienes no hayan estado crónicamente online o no sigan el programa: esto fue lo que gritó el protagonista a un tentador que, en plena hoguera, lanzó unos pañuelos al suelo con desdén para provocar a otro de los concursantes en una de esas escenas dramáticamente exageradas que hacen tan atractivo el reality. Nada de eso tenía que ver con Montoya, pero él no pudo evitar llevarse las manos a la cabeza y salirse del guion. «Eso no es muy ecológico. Estás contaminando el medio ambiente. ¿Tú sabes lo que estás haciendo, pisha?», le espetó ante la estupefacción de todos. «Que esto hay que recogerlo porque contamina, ¡que aquí somos ecofrien!». 

Aunque la cita llega ya aquí con todos lo memes hechos, en 21gramos queremos hablar de ella y pararnos a analizar la metanarrativa que le subyace. Y es que es nada más y nada menos que el reflejo de nuestra propia realidad: somos ciudadanos que quieren un entorno más limpio, sano y saludable para todos. El mismísimo Montoya lo defiende.

Somos tan conscientes de que lo mejor para el mundo también es mejor para nosotros que nos sale gritarlo incluso en las inmediaciones de Villa Playa y Villa Montaña. ¿O era esperable acaso que un concursante hiciese una referencia a lo que es ser ecofriendly en un formato audiovisual que prima lo erótico, el exceso y el egoísmo por encima de la empatía y el bienestar?

Que la sostenibilidad se haya colado en un programa al que todos acudimos para huir de nuestras preocupaciones del día a día demuestra que la sensibilización ya ha cristalizado a tal nivel que ya resulta innegable que deseamos y aspiramos a vivir en un entorno más cuidado y amable.

Porque, lejos de lo que quizá podamos pensar, todo lo relacionado con el medio ambiente ha saltado a nuestro lenguaje cotidiano construyendo una nueva narrativa que abandona lo moralista para asentarse en el humor, en lo coloquial, en lo cercano. La hemos transformado en nuevas palabras que nos permiten llevar el mensaje mucho más allá, alcanzando oídos que antes no se habían parado a escuchar porque, simplemente, no se sentían interpelados.

Y por rizar más el rizo —especialmente ahora que incluso por ley se va a dejar de hacer greenwashing, la realidad es que, paradójicamente, esa infoxiciación absoluta generada por un discurso aparentemente «verde» sin un compromiso real, lo único bueno que ha dejado es la familiarización con la sostenibilidad en espacios inesperados. 

Hablemos sin trampantojos

Como última consecuencia, la acción de Montoya nos demuestra que quizá la telebasura no es tan deleznable como se ha concebido durante décadas y que el factor sociológico y comunicativo del formato está ahí. Nos sirve para aprender a conectar con las audiencias alejados del elitismo intelectual y movilizarlas de manera natural hacia el cambio que todos queremos. 

Como millennial que ha vivido los minutos de oro de programas como Dónde estás corazón, Salsa Rosa o Aquí hay tomate, soy plenamente consciente de que el amarillismo de estos formatos ha sido el responsable de verdaderos daños en la época más cruda de los noventa, pero creo que va siendo hora de cambiar la perspectiva y asumir que, a veces, la telebasura no produce tanto residuo en nuestra cabeza como creemos. O, al menos, podemos reciclarla para que no lo haga.

Un buen ejemplo es el desaparecido Sálvame, el programa de mayor éxito y más odiado de España que ya años atrás acercó a millones de hogares temas como la importancia del reciclaje y el daño de los plásticos al entorno, puso nombre a la violencia vicaria y aprovechó el prime time para impulsar los derechos LGTBIQ+ y concienciar contra la transfobia.

Sí, todo esto mientras siguió emitiendo reportajes que reflejaban las peores intenciones del ser humano porque la televisión es pura contradicción, igual que la sociedad. Pero en esos momentos, la abuela que cuidó de sus nietos por la tarde, el adolescente que se tiró en el sofá porque no tenía ganas de estudiar o la mujer que llegó agotada del trabajo se encontraron frente a realidades que nunca antes se habían planteado.

Ya hemos hablado sobre cómo la confrontación viralizada en la política nos hace muy difícil mantenernos en la calma. Y no solo eso, sino que nos agota, nos entorpece al hablar. Por eso, en un mundo donde el populismo es ensordecedor, quizá la telebasura sea de lo más sano que podamos encontrar, porque no se disfraza de nada. Simplemente, es. Sabemos lo que vamos a ver, no hay trampantojo.

Lo de ecofrien es una anécdota viral que pasará a la historia como otras tantas, pero también un síntoma evidente de un discurso ambiental muy asumido por la ciudadanía. Como diría cualquiera de La isla, ya «nos nace así». Y si la narrativa más coloquial tiene el poder de democratizar ciertos debates sociales, ¿por qué no puede ayudarnos a asumir esa responsabilidad colectiva por el planeta, aunque sea sin pretenderlo?

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